Editorial
Los mártires de Otranto
Al declarar santos a los 813 italianos de la ciudad de Otranto que en 1480 fueron decapitados por los turcos por negarse a someterse al islam, el Papa Francisco hizo algo más que conmemorar un episodio histórico. Mucho ha cambiado a partir de entonces, pero el conflicto entre el islam y los demás dista de haber terminado. En los años últimos, se ha intensificado la persecución de cristianos, judíos, agnósticos y ateos, además de sunitas en zonas dominadas por chiítas, y chiítas donde la mayoría es sunita, por parte de fanáticos.
Desde Indonesia en el oriente hasta Nigeria en el oeste, islamistas militantes están atacando con furia sanguinaria a quienes no comparten sus convicciones piadosas, matando a centenares todos los meses, secuestrando a mujeres de otros credos para obligarlas a casarse con musulmanes y expulsando a decenas de miles de personas de lugares en que, en el caso de los cristianos y judíos, han vivido sus antepasados durante milenios.
Se estima que sólo en Irak la comunidad cristiana se ha visto reducida a la mitad en los 10 años últimos al huir aproximadamente 500.000 fieles; puede que el éxodo de los coptos egipcios que día tras día está cobrando fuerza resulte ser todavía mayor.
La decisión de canonizar a los mártires de Otranto fue tomada por el antecesor de Francisco, Benedicto XVI, con el presunto propósito de enviar un mensaje cortés no sólo al mundo musulmán sino también a los occidentales que, lejos de sentirse tentados a emprender una "cruzada" en defensa de quienes son, al fin y al cabo, los correligionarios de aquellos que aún adhieren a la fe de sus mayores, con escasas excepciones han preferido mirar por otro lado.
El Papa alemán fue criticado con virulencia por muchos progresistas por haber citado, en un discurso académico que pronunció el la universidad de Ratisbona en el 2006, a un emperador bizantino que había protestado contra los contundentes y a menudo letales métodos proselitistas empleados por sus enemigos musulmanes. Aunque optó por no aludir en adelante a temas supuestamente tan sensibles y persistir con los "diálogos" interreligiosos organizados por optimistas convencidos de que sería posible compatibilizar el islam con el pluralismo occidental, parecería que no modificó sus opiniones y que el papa argentino también cree que le corresponde asumir una postura que sea menos pasiva que la ya tradicional.
En buena lógica, la persecución feroz, en escala masiva, de muchos millones de cristianos en los países musulmanes y, de manera relativamente menos brutal, en China, debería considerarse el problema más importante que enfrentan las distintas iglesias, ya que está en juego la vida o muerte, la libertad y represión, de un número muy grande de hombres, mujeres y niños. A su lado, la crisis planteada por la pedofilia clerical es un asunto menor.
Mal que le pese a Francisco, como el jefe indiscutido de la denominación más influyente, tendrá que brindar a los amenazados por los yihadistas por lo menos cierto apoyo moral y exhortar a los gobiernos de los países occidentales, sobre todo de Estados Unidos, a usar su poder económico, diplomático y, cuando no haya otra alternativa, militar, para ayudar a las víctimas de la violación masiva de derechos humanos básicos que todos los dirigentes occidentales dicen estar resueltos a defender. ¿Se animará a hacerlo? Cierto escepticismo es legítimo, puesto que por razones comprensibles se ha formado un consenso en el sentido de que sería demasiado peligroso enojar aún más a fanáticos que no vacilarían en reaccionar ante lo que tomarían por un insulto asesinando a inocentes, incendiando embajadas, consulados y comercios y provocando disturbios tanto en países mayormente musulmanes como en ciudades occidentales, pero parecería que la pasividad de los líderes políticos y religiosos occidentales no ha contribuido a tranquilizar a los islamistas sino que, por el contrario, los ha envalentonado todavía más.
Sea como fuere, si no adoptan una postura menos indigna, en los siglos venideros los sucesores de Francisco –si es que la Iglesia Católica aún existe–, podrían sentirse constreñidos a arriesgarse canonizando a decenas, tal vez centenares, de miles de personas que, como aquellos 813 ciudadanos de Otranto, hayan preferido morir a abandonar la fe en la que se formaron.
Al declarar santos a los 813 italianos de la ciudad de Otranto que en 1480 fueron decapitados por los turcos por negarse a someterse al islam, el Papa Francisco hizo algo más que conmemorar un episodio histórico. Mucho ha cambiado a partir de entonces, pero el conflicto entre el islam y los demás dista de haber terminado. En los años últimos, se ha intensificado la persecución de cristianos, judíos, agnósticos y ateos, además de sunitas en zonas dominadas por chiítas, y chiítas donde la mayoría es sunita, por parte de fanáticos.
Desde Indonesia en el oriente hasta Nigeria en el oeste, islamistas militantes están atacando con furia sanguinaria a quienes no comparten sus convicciones piadosas, matando a centenares todos los meses, secuestrando a mujeres de otros credos para obligarlas a casarse con musulmanes y expulsando a decenas de miles de personas de lugares en que, en el caso de los cristianos y judíos, han vivido sus antepasados durante milenios.
Se estima que sólo en Irak la comunidad cristiana se ha visto reducida a la mitad en los 10 años últimos al huir aproximadamente 500.000 fieles; puede que el éxodo de los coptos egipcios que día tras día está cobrando fuerza resulte ser todavía mayor.
La decisión de canonizar a los mártires de Otranto fue tomada por el antecesor de Francisco, Benedicto XVI, con el presunto propósito de enviar un mensaje cortés no sólo al mundo musulmán sino también a los occidentales que, lejos de sentirse tentados a emprender una "cruzada" en defensa de quienes son, al fin y al cabo, los correligionarios de aquellos que aún adhieren a la fe de sus mayores, con escasas excepciones han preferido mirar por otro lado.
El Papa alemán fue criticado con virulencia por muchos progresistas por haber citado, en un discurso académico que pronunció el la universidad de Ratisbona en el 2006, a un emperador bizantino que había protestado contra los contundentes y a menudo letales métodos proselitistas empleados por sus enemigos musulmanes. Aunque optó por no aludir en adelante a temas supuestamente tan sensibles y persistir con los "diálogos" interreligiosos organizados por optimistas convencidos de que sería posible compatibilizar el islam con el pluralismo occidental, parecería que no modificó sus opiniones y que el papa argentino también cree que le corresponde asumir una postura que sea menos pasiva que la ya tradicional.
En buena lógica, la persecución feroz, en escala masiva, de muchos millones de cristianos en los países musulmanes y, de manera relativamente menos brutal, en China, debería considerarse el problema más importante que enfrentan las distintas iglesias, ya que está en juego la vida o muerte, la libertad y represión, de un número muy grande de hombres, mujeres y niños. A su lado, la crisis planteada por la pedofilia clerical es un asunto menor.
Mal que le pese a Francisco, como el jefe indiscutido de la denominación más influyente, tendrá que brindar a los amenazados por los yihadistas por lo menos cierto apoyo moral y exhortar a los gobiernos de los países occidentales, sobre todo de Estados Unidos, a usar su poder económico, diplomático y, cuando no haya otra alternativa, militar, para ayudar a las víctimas de la violación masiva de derechos humanos básicos que todos los dirigentes occidentales dicen estar resueltos a defender. ¿Se animará a hacerlo? Cierto escepticismo es legítimo, puesto que por razones comprensibles se ha formado un consenso en el sentido de que sería demasiado peligroso enojar aún más a fanáticos que no vacilarían en reaccionar ante lo que tomarían por un insulto asesinando a inocentes, incendiando embajadas, consulados y comercios y provocando disturbios tanto en países mayormente musulmanes como en ciudades occidentales, pero parecería que la pasividad de los líderes políticos y religiosos occidentales no ha contribuido a tranquilizar a los islamistas sino que, por el contrario, los ha envalentonado todavía más.
Sea como fuere, si no adoptan una postura menos indigna, en los siglos venideros los sucesores de Francisco –si es que la Iglesia Católica aún existe–, podrían sentirse constreñidos a arriesgarse canonizando a decenas, tal vez centenares, de miles de personas que, como aquellos 813 ciudadanos de Otranto, hayan preferido morir a abandonar la fe en la que se formaron.